
A estas alturas de la vida ya no cabe duda: el amor es una enfermedad. Razones han tenido los estudiosos para llegar a semejante conclusión. Ya el amor es un campo de estudio bien definido, con su propio ámbito de acción. Sus padecimientos, goces y manifestaciones se esconden en la que algunos llaman telaraña de nudos y filamentos, o sea, el sistema nervioso autónomo.
Aquí se asientan el miedo, el orgullo, los celos, el ardor y, por supuesto, el enamoramiento. Todo es impulso y oleaje químico. Los nervios microscópicos trasmiten los impulsos a todos los capilares, folículos pilosos y glándulas sudoríparas del cuerpo. El organismo entero está sometido al bombardeo que parte de este arco vibrante de nudos y cuerdas, desde el delicado músculo intestinal y las glándulas lacrimales hasta la vejiga y los genitales.
Las órdenes se suceden a velocidades insospechadas: constricción, dilatación, secreción, erección… Todo es urgente y efervescente. Aquí no manda el intelecto ni la fuerza de voluntad. Es el reino del «siento, luego existo» de la carne, las atracciones y repulsiones primarias, el territorio donde la razón es una intrusa.
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